El proceso electoral que acaba de vivir Bolivia tuvo la virtud de mostrar algunas características de la sociedad que no siempre se hacen visibles, la primera de ellas es el agotamiento de la sociedad civil.
Si uno recuerda la fuerza y la dinámica que producían las elecciones anteriores al régimen de Evo Morales, se obtiene una imagen de lo que pretendo decir: una sociedad movilizada en las calles, cánticos, banderas, riñas callejeras, insultos, panfletos, murales, etc. Parecía que el mundo se había dado vuelta y, aunque las pasiones ideológicas solían exceder los límites de lo permisible, cada elección era en verdad ‘una fiesta democrática’.
Ciudadanos y candidatos tenían la certeza de que nada estaba definido y que la historia se les presentaba como una posibilidad que, finalmente, dependía de sus propias capacidades. En cada elección se ponía de manifiesto la presencia activa de la sociedad civil en el sentido gramsciano del término; esto es, la fuerza mediante la cual una sociedad muestra sus instintos vitales, su poder persuasivo, el orden de las fidelidades, los beneficios de una duda productiva.
Por comparación, la campaña que acaba de concluir fue lo inverso, no hubo fiesta, fue el acompañamiento de un cortejo fúnebre en el que por todos los medios posibles se le mostraba al ciudadano el fin definitivo de sus posibilidades de representación.
De antemano se había decidido quién quedaría a cargo del futuro, una suerte de fin de la historia precedido de una alegoría trágica: como el candidato oficial era irreversiblemente único, indivisible, unipolar, eterno, todos los demás estaban allí para certificar el fin de la sociedad civil.
En este escenario, la disputa no giraba finalmente en torno al poder, sino en referencia a la supervivencia de la capacidad social de sentirse parte de un Estado que, como sabemos, se construye bajo la égida de un sentido de raza; en consecuencia, los perdedores no son los partidos ni los candidatos de oposición, perdió la otra Bolivia, la de los que creen en un Estado sin excluidos, la de los rencores productivos, la de los odios benéficos.
Por su lado, los candidatos de oposición, sumidos en una ‘champa batalla’, perdieron su mejor oportunidad para reivindicarse frente a la historia, no pudieron exceder la mediocridad de su propio entorno, no están a la altura de estos tiempos